El
encanto,
es
una situación lisérgica,
como
cuando una mujer se lava en una palangana,
y
pierde sus derechos.
Hasta
el voto.
Está
la posibilidad de acabar a la vez,
para
que nadie nos vea,
y
se lo cuente a otros, que no nos ven.
En
el pueblo de la vieja,
que
se pasea por la calle,
por
la mañana,
con
la fresca,
también
se quieren nueras dispuestas,
y
yernos ricos,
no
saben que ahora se puede casar
un
hombre con otro hombre,
o
una mujer con otra mujer,
o
incluso un hombre con una mujer,
o
más difícil todavía,
un
mujer, con un hombre.
Y
hasta divorciarse, y volverse a casar si hace falta.
Y
es la misma vieja,
la
vieja de todos,
porque
todos la hemos visto,
en
nuestros infartos,
preguntando
cuanto cuesta el pan,
sin
sal.
Pero
el pueblo no,
el
pueblo de mi vieja, tiene un balcón con bouganvillas, al fondo.
Otros
pueblos, se conforman con las antenas en sus tejados.
Como
las estrellas.
De
adorno.
Sus
cuestas desmesuradas, sólo para intrépidos,
y
el senderismo,
cada
día más de moda.
Y
las casas rurales,
o
las cabras.
Porque
los pueblos se van a la ciudad a buscar trabajo,
y
la ciudad se va del país,
por
el mismo motivo.
Pero
sabemos decir cosas en ingles,
y
usarlas al mismo tiempo,
como
el hall,
o
el gintonic.
Por eso es que
necesitamos pueblos para irnos de la ciudad que se ha ido del país.
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